En la ciudad hostil

Qué repelús me dan los talibanes, pardiez. Incluso -éramos pocos y parió la abuela arquitecta- los que trabajan sobre una mesa de diseño y tienen un diploma colgado en la pared. Recuerdo, y supongo que ustedes también, cuando Pontevedra era una ciudad para caminar por ella, sentarse en sus plazas y tomar el pulso a la calle y la vida. Qué tiempos. En algunos lugares, incluso, había árboles. En vez de eso, los espacios abiertos que hoy se ofrecen a quien se mueve por la capital de las Rías Baixas son áridas superficies pavimentadas, suelos extensos de piedra seca y dura, plazas desprovistas de sitios para sentarse, explanadas hostiles sin sombra ni resguardo: simples lugares de paso concebidos para que el transeúnte circule sin detenerse, negándole todo descanso o comodidad. Remodelación del espacio urbano, lo llaman. Adecuación a los nuevos tiempos. Nuevo concepto de ciudad, y tal. Etcétera.

En los últimos años, Pontevedra se ha convertido en descarado campo de experimentación de la línea recta y los espacios desnudos. Todo despojo y simplificación tiene aquí su asiento. Y su financiación. Con el pretexto de quitar sitio a los vehículos para dárselo a los ciudadanos, el ayuntamiento local se ha arrojado, sin pudor, en brazos de los arquitectos radicales, fanáticos implacables del minimalismo urbano y el concepto de ciudad como gigantesca vía de paso orillada por locales comerciales, donde la única función del espacio abierto es encauzar masas de compradores de tienda en tienda, con el bar o la cafetería como único descanso. Este afán por convertir al ciudadano en cliente de movimiento continuo, negándole todo reposo gratuito, raya en la infamia. Ausencia absoluta de jardines, llanuras de piedra, inmensos suelos de granito decorado por miles de chicles pegados en él. Gente sentada en el suelo, ni un solo banco, algún asiento individual aislado, vergonzante. Señoras embarazadas, personas de edad, caminantes fatigados, turistas al filo de la deshidratación, vagan por esos páramos enlosados como hebreos por la península del Sinaí, sin hallar un punto donde reposar un momento, reponer fuerzas, dar de mamar al niño o echar un cigarro. Es, al fin, la ciudad dura, seca y fría soñada por quienes no la habitan, impuesta a la fuerza, sin consultar a nadie, entre cuatro fanáticos de la desnudez urbana y sus cómplices municipales encantados de salir en la foto, encandilados como bobos catetos ante los desafueros avalados por la autoridad arrogante, autista, de cualquier firma de prestigio.

Porque una cosa es cambiar el modelo de ciudad, adecuándolo a los nuevos tiempos, y otra triturar cuanto huela a tradicional, ajustando los espacios urbanos a la dictadura de lo lineal y lo vacío. El vecino, el transeúnte no apresurado, quien se demora en el paso y la vida, son lo de menos. No cuentan. Y en los sitios más afortunados, cuando hay donde sentarse, el paisaje no invita en absoluto: ni una sombra, ni un árbol, ni una planta. Hormigón por todas partes, bloques de granito sin respaldo en lugar de bancos, de manera que a los cinco minutos debes levantarte con los riñones hechos cisco. En otros lugares, ni siquiera eso. Si eres joven puedes sentarte en el suelo. Si no, a lo legionario: marcha o muere.

Artículo de Pérez Reverte publicado en XL Semanal el 7 de Junio de 2010 al que tan solo he cambiado tres palabras (en cursiva) y elminado la parte final. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pois sí que é curioso, no coment...

josele dijo...

La ciudad mártir, como experimento de ingeniería social y estética maoísta-leninista !!!!!