El blog de Alexander Vórtice

Alexander Vórtice es un enorme amigo de la infancia, de los que quedan tallados en la memoria para siempre. No recuerdo cuando nos conocimos pero probablemente fuese en la Alameda cuando nuestras madres nos empezaban a pasear por ese hermoso parque. Nos hicimos mayores y las correrías de jovencuelos se tornaron en debates de hondo calado ideológico en los que creo que aprendimos bastante uno del otro, llegando a la conclusión de que en política no existe verdad absoluta.

Desde hace un tiempo escribe un artículo semanal en el Diario de Pontevedra, que ahora sale puntualmente todos los martes. Ha creado un blog donde sube todos sus artículos al más puro estilo Manuel Jabois.

Os dejo una de sus entradas en las que muestra el reflejo de una Pontevedra en la que no difiero mucho. Léanlo, por favor.

Querer y no poder

Yo no lo recuerdo pero, al parecer, cuando nací era invierno y llovía y los arbustos se quejaban, y hubo un médico que me aliñó con su mano para que comenzara a llorar. Me figuro que lo hizo para que me fuese habituando a este mundo de sal, vinagre y rivalidad. A lo de llorar le cogí estima al principio: Lloré y lloré hasta que me cerraron la boca con una papilla fascinante que acabó transformándome en un niñito gordo y ensimismado.

Creo que lo de nacer es un trauma: es como si a un drogadicto le quitas la aguja y lo metes seis o siete meses en una habitación con vistas a ninguna parte y le vas dando de comer un mendrugo y dos vasos de agua al día. Nacer es algo así como un susto obligado, sucio, humilde e incompleto. Más tarde, con los años, caes en la cuenta de que ese instante es lo menos punzante, que lo que te rodea sí es un manotazo de pavor insólito. Y vas caminando, a tu manera o a la de los demás, según lo que decidas, y te encuentras con un hábitat en el que casi todo es desleal.

Cuando ya tienes una edad y te dicen que debes demostrarle a la sociedad tu valía, te aseguran que el hombre nace, crece, se reproduce y muere. Sencillo, sin embargo, a veces es querer y no poder y, desde tu soledad, caes en la cuenta de que muchos nacen, la cagan y mueren, sin más. También descubres la apariencia, que no es sincera, y a tus convecinos que te preguntan de dónde vienes, adónde vas, a qué te dedicas y de qué familia provienes. Esto pasa mucho en esta villa, lo de la familia y el apellido, me refiero. Y es que Pontevedra es un lugar de pasmosos apellidos de siglo XIX, con gentes vetustas, inestables y desocupadas que aún evalúan tu posición social por una pobre credencial, algo que va muriendo a medida que el S. XXI ensancha la ciudad y llegan personas de otras partes, así como lo hicieron mis padres a finales de los setenta.

Hay ciudades que son como un abrigo de piel sintético que comulga para pasar el rato, son un huevo duro para cenar, un café de tres horas y media, un lloriqueo que se olvidó del progreso y desconoce que las cosas ya no se mueven gracias a escudos hidalgos, ni a capas, báculos o sellos aristocráticos. Esta urbe que crece inevitablemente todavía se intenta mostrar sin éxito como esa mujer vacilante que sufre la treintena acomodada en el sofá de papá y mamá, con tres o cuatro tabletas de chocolate para apaciguar la lívido, exhausta porque ya nadie la quiere, y que cuando la quiso aquel buen hombre llamado Progreso Inminente no le hizo caso, ya que era poco para su estatus. Ella maldice al vulgo ya que el Marqués de la Faltriquera Llena no se fijó en ella, pasó de largo. Hoy en día está abatida, repartiendo sus lágrimas entre los que la rodean. Gimotea a causa de su agridulce y refinada estupidez. Otras veces gusta de ultrajar a la alegría con sus ojos maltrechos y verifica que su apuesta fue infecunda. Pero, gracias a Dios los tiempos mudan, incluso para una capital que aún no digiere el progreso y el bocata de calamares.